Las voces del futuro
LAS VOCES DEL FUTURO
Me hallaba yo una cálida tarde de mayo dando clase de
matemáticas en el centro donde, por aquel entonces, trabajaba. Era un jueves a
última hora y mis alumnos, como de costumbre, se encontraban más revolucionados
de lo que debían. Sus inquietos dedos tamborileaban sobre los pupitres,
mientras pequeñas notitas volaban de un lado a otro de la clase bajo mi perspicaz
mirada. Bendita adolescencia…, pensaba. En un momento dado, me giré para
escribir las cuentas en la pizarra, tratando de recuperar la atención de
aquellos pocos que se esforzaban por entender lo que explicaba. De repente, un
grito consternado me hizo darme la vuelta.
-¿Pero se puede saber qué…?- No llegué a terminar la
frase.
Encaramada al alfeizar de la ventana se encontraba una
de mis alumnas más brillantes: Sara. Una de sus manos se agarraba, insegura, al
marco de la ventana mientras su mirada apuntaba al suelo. Aún al recordar ese
momento se me sigue poniendo la piel de gallina.
-Sara…- Le dije en voz baja, intentando mantener la
calma.- Sara, corazón, ¿qué ocurre? Bájate de ahí, hablemos.
No obtuve respuesta. Me fui acercando, lentamente,
intentando no realizar ningún movimiento brusco que pudiese asustarla. Sus compañeros,
asustados, se tapaban los ojos con las manos, conteniendo gritos y sollozos.
-Sara, por favor, escúchame. Tienes que bajarte de
ahí. Déjame que te ayude.
-¡NO!- Chilló de pronto.- Estoy cansada… estoy
cansada. No puedo más, quiero irme, quiero que pare…- susurraba en voz baja.
Sus dedos comenzaron a separarse del marco de la
ventana y, previendo cuál sería su siguiente movimiento, me lancé y la agarré
por la cintura, arrastrándola hacia dentro de la clase.
El tiempo, que durante esos pocos minutos se había
detenido, volvió a ponerse en marcha. La clase se llenó de gritos y sollozos
mientras los ojos de Sara se abrían de par en par y prorrumpía en un llanto que
me rompió en pedazos. Una de mis alumnas corrió a buscar a alguien y no
tardaron en aparecer en el aula los orientadores del centro, seguidos del
director y la jefa de estudios.
Esa misma tarde Sara fue internada en la planta de
psiquiatría de uno de los hospitales infantiles de la ciudad. Sus padres,
consternados, no daban crédito a lo que había ocurrido, pues afirmaban no haber
notado nada extraño en su hija con anterioridad.
Durante semanas, no dejé de pensar en el incidente ocurrido
y en mi actuación en ese momento. Me había quedado paralizado, sin saber cómo
actuar, qué decir. ¿Cómo era posible que nadie lo hubiese visto venir? Era
cierto que Sara siempre había sido una alumna brillante, pero durante las
últimas semanas se había mostrado inquieta, distante, alejada de sus habituales
amistades. Podría haber intentado hablar con ella, pero no lo hice. No supe
hacerlo.
Una mañana en que esos oscuros pensamientos
atormentaban mi mente más fuertemente que de costumbre, decidí hablar con el
director del centro. Quería saber si existía algún tipo de protocolo de
prevención contra el suicidio, algo que pudiese hacer para no volver a cometer
el mismo error. Para mi sorpresa, no existía ningún documento oficial de dichas
características.
Consternado, decidí investigar por mi cuenta si había
algo que estuviese en mi mano para poder proteger y ayudar a mis alumnos y
alumnas. Las noticias que encontré me sobrecogieron. Las tasas de suicidio
adolescente eran altísimas. Cada día, 10 adolescentes de media se quitaban la
vida. ¿Por qué nadie hacía nada? ¿Por qué en los titulares no se hablaba de
esto? Pronto comprendí que era por el miedo al posible “efecto llamada”.
A partir de ese día, comencé a elaborar una propuesta
de protocolo de prevención del suicidio. Contacté con organizaciones, clínicas
de psicología y centros de salud y recolecté toda la información necesaria para
proporcionar a mis alumnos y alumnas un colchón que pudiese ayudarles a hablar
de sus problemas y sus miedos.
Son muchos los alumnos que han pasado ya por mis
aulas. Son muchas las conversaciones y debates que hemos abierto en torno a la
salud mental, a la autoestima, al suicidio incluso. Escucharles y entenderles
me ayuda a poder ayudarles. Dar visibilidad a los problemas a los que se
enfrentan y validar sus emociones me ha hecho entender que nos necesitan; que
necesitan personas que se preocupen por ellos y no les rechacen bajo tópicos como
“los jóvenes de ahora sois de cristal” o “qué sabrás tú lo que son los
problemas de verdad”.
Juntos, hemos conseguido entender qué significa la
responsabilidad afectiva y crear vínculos sanos. Me emociona verles hablar,
escucharse, apoyarse y entenderse. Son la voz de las futuras generaciones y es
nuestra responsabilidad educarles para que sigan apostando por la salud mental
y el bienestar emocional, tanto propio como ajeno.
Ayer salí a las calles para reivindicar de nuevo por
la salud mental de nuestros jóvenes. Entre el tumulto de gente que se
manifestaba, vi a Sara. Llevaba una pancarta que decía “Nuestra salud mental es
un derecho, no un privilegio”. En un momento dado, clavó sus grandes ojos
azules en mí y nos sostuvimos la mirada unos segundos. Sonrió e inclinó la
cabeza, en señal de agradecimiento. Luego, cada uno siguió su camino al son de
los cánticos que esa tarde llenaron Madrid.
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